Era noviembre, 22 y un año impar en el calendario. Una noche de lluvia en la que la luna jugaba por momentos al escondite y el viento recorría las calles con silbidos casi eróticos.

A la hora en la que los padres se levantan y los hijos adolescentes aún no se han acostado, entre 800 personas y 9.000 vatios, el negro de tus ojos se cruzó con el verde de los míos. La timidez que siempre me acompaña debí de olvidarla esta vez en el fondo del quinto o cuarto vaso de un whisky barato y, sin ni siquiera pensarlo, mis pies caminaron hacia ti. Las primeras palabras, dos besos en las mejillas y entre nosotros, un dulce encuentro de sonrisas.

La música sucumbió ante el silencio, roto tan sólo por las algarabías de los que aún no querían poner fin a la noche. Salimos de aquella discoteca con nombre de mar convertido en ribera. “¿Dónde vives?” me preguntaste, “¿dónde vives tú?” te contesté. ¿Qué respuesta era esa? Por primera vez en mi vida el yo era lo que menos me importaba y ni siquiera trataba de impresionarte con esas inocentes ausencias de verdades que después el tiempo siempre se encarga de confesar en nuestro nombre. “Vivo dos calles más arriba”. “Te acompaño, no vaya a ser que te pase algo”.

Caminaba con andar tardío pretendiendo alargar al máximo aquel escaso trayecto. Le eché la culpa a un espurio cansancio, mientras tú, sin embargo, disfrutabas de una energía impropia del amanecer de las siete y aún tenías ganas de saltar tratando de esquivar los charcos que nos íbamos encontrando. Tan niña en tu mente de mujer y tan madura en tu cuerpo de adolescente.

Y te detuviste de repente, número dos. Dos que eran tres, tú, tu portal y yo. Del cielo empezaban a caer unas pródigas gotas de lluvia y tú, impidiendo que me mojara en el largo camino que me esperaba hasta mi casa, me invitaste a subir.

Cuarenta y dos escaleras hasta un segundo piso con ascensor que nunca utilizas. Tú delante, yo te seguía. Puerta izquierda, entramos. Tus compañeras de piso ya dormían y sus habitaciones alejadas del salón no les permitían ser cómplices de aquella dulce locura de la que parecías no ser consciente.

Me hiciste conocedor de parte de tus secretos y de casi todos tus sueños mientras un viejo televisor sin sonido divulgaba el primero de los noticiarios de la mañana. Retales de esos relatos yo ya los sabía, aunque tú, por completo, lo desconocías. Ni en el punto más álgido del egocentrismo más puro, tan alejado de ti, podrías imaginar que durante un año, entre las 120 personas de aquella aula que compartimos sin rozarnos, no dejé de mirarte y de descubrir todo lo que la distancia me permitía. Y de este modo, jugué contigo en el más inocente de los sentidos del verbo de conjugación primera. “Seguramente habrás ido a uno de esos colegios de monjas y uniforme”. Así era, te lo había escuchado decir un día en el que, con tus amigas, recordabas los tiempos de tu niñez. “Seguramente serás de las que en clase se sienta siempre en el mismo sitio”. Así era, uno a la derecha o dos a la izquierda sobre el mismo eje del centro de la fila tercera. “Seguramente…”

Conversamos hasta que tus ojos no aguantaron más tiempo abiertos, la aguja pequeña de un reloj de números romanos rozaba la antepenúltima letra del abecedario. En las ventanas rompían con brío las gotas de lluvia, otra vez ella. Y así me invitaste a dormir en un cuarto vacío al que renombraste como ‘el de invitados especialmente inesperados’. Sólo cuatro metros eternos nos separaban. Nunca me había imaginado pasando la noche en tu casa; miento, sí lo había hecho, pero…

Me desperté. Otro reloj me indicaba que únicamente habían transcurrido tres horas de sueño. Me levanté y me vestí, me senté sobre la cama, pensé. Entré en tu habitación para decirte que me marchaba, como me habías pedido que hiciera la noche anterior; sería más acertado decir esa misma mañana, pero la perspectiva de la quietud nos hace romper los días a su antojo. Te observé unos segundos mientras dormías, tan quieta, tan callada, tan frágil… me daba pena despertarte. No tuve que hacerlo, abriste tus preciosos ojos negros y me regalaste una tímida sonrisa de buenos días.

Me hiciste un hueco sobre tus noventa centímetros de descanso y nos pusimos, de nuevo, a destapar nuestras vidas y secretos. Los metros de antes se habían convertido en centímetros, aunque esta vez nos separaban también una sábana y una manta que le robaba el frío al invierno. Con la perspectiva del tiempo me pregunto cómo no intenté nada, si me moría de esperanzas; quizás fue porque sabía que tú no eres mujer de una noche y yo, no soy hombre de un día. Mejor así.

Y a partir de ahí, encuentros bajo cualquier tipo de pretexto, una chaqueta olvidada, unos apuntes que no necesitaba… Verte se convirtió en una necesidad.

Un fin de semana de acueducto, mis compañeros de piso dejaron vacío nuestro refugio de estudiantes. Aprovechando aquella soledad, te invité a ver tu película de miedo favorita; aunque nunca llegamos a verla. Adiós vergüenza. “Desde hace tiempo ocupas todos y cada uno de mis pensamientos”. La más bonita de tus sonrisas, un beso… la mejor noche de mi vida.

Y después, aquello. Prefiero no recordarlo. Tan sólo puedo decirte, una vez más, lo mismo, la verdad, lo siento.

Han pasado tres meses y los doce enteros de un año bisiesto. Y ahora nos cruzamos en una facultad de construcción reciente pero que guarda ya secretos por cientos, entre ellos, los nuestros. Me han dicho que otro alguien comparte contigo las cálidas noches de frío, pero cuando me miras, y te miro, aún puedo ver sentimiento en tus ojos. ¿Me equivoco?

“I don´t believe that anybody feels the way I do about you now”.

Y así, con estas palabras de la canción que un día convertimos en nuestra al apagarse el sol, termino esta carta que aún desconozco si es de amor, de nubes de nostalgia o de aires de pretensiones para una segunda oportunidad. Lo único que sé es que, después de todo… no puedo dejar de pensar en ti.

Gracias a Blanca Cid por enviarnosla y por compartir su amor

Cartas leer